Capítulo 8: Cuando el mar te empuja hacia lo hondo.

-Paul, nos vamos, te dejo en la nevera lasaña que sobró de ayer.


La puerta se cerró, mi madre ni siquiera esperó a que contestase cualquier balbuceo o emitiese algún sonido que le confirmase que siguiese vivo. A los pocos segundos oí cómo la puerta de mi casa se cerraba y el portazo me devolvió a la realidad. Estaba en calzoncillos tirado en mi cama, mi ropa estaba hecha un amasijo apestoso de trapos revueltos por el suelo, y en mi mesa podía ver un centenar de miles de pequeñas monedas bronceadas. No, joder, yo quiero ver monedas grandes, billetes… nada.

El levantar la cabeza de mi almohada llena de babas resecas me produjo un mareo suave al principio, seguido del jodido martilleo en las sienes. Pum, pum. Mi estómago parecía una batidora medieval. Pum, pum. Mi boca reseca. Pum, pum. Legañas pétreas rodeando mis ojos. Pum, pum. No puedo quedarme aquí, necesito agua o algo, necesito frío. ¿Me echo en el fresco parqué del pasillo? Voy al baño mejor.

A ver, me retuerzo y serpenteo sobre mi cama para llegar a la puerta, entre gemidos salgo al pasillo, desde donde alcanzo a ver que tanto la habitación de mi hermana como la de mis padres están desiertas, no se oye nada en la casa. Estoy solo. Me arrastro pesadamente hasta llegar al váter. No debería narrar escenas tan grotescas como las que sucedieron en los catorce minutos siguientes, así que lo dejo en que regué el fondo del inodoro con fluidos de hasta tres orificios distintos de mi cuerpo, a cada cual más horrible y nauseabundo que el anterior, acabando con un eructo de serie de televisión y con el pelo mojado en el lavabo para refrescarme.

Al cabo de un rato estaba ya tirado en el sofá. Cualquier movimiento se convertía en dolores terribles, taquicardias, migrañas y todo tipo de ventosidades. Las distorsionadas imágenes en mi cabeza de la noche anterior se revolvían como mis entrañas. Como dijo Mark Renton: “Ya está, me quito de esta mierda”.

Es habitual y nada inusual que un joven bebedor de fin de semana como yo se atreva a pronunciar estas palabras la mañana siguiente a una noche de oficio, frases como “no vuelvo a beber en la vida” o “¡Qué asco de alcohol!” son algo que parece productivo a la hora de la resaca, aunque desconozco si a alguien le pudieron en alguna ocasión, en el lugar más recóndito del mundo, surtir efecto. Es llegar la siguiente noche, ver a la gente bebiendo, poniéndose borrachos sin razón aparente, y decir -¿Por qué no? una copa no me sentará mal, otra y ya está… tal vez una última…- Quiero decir que lo único que realmente hacemos bien los seres humanos y es una facultad exclusiva nuestra y sin igual en la naturaleza es engañarnos a nosotros mismos. De resaca todos dicen que nunca más, pero saben tan bien que lo volverán a hacer como que por sus venas circula una sangre ebria que nunca dejará de serlo, aunque… ¿Y si está vez es cierto y no vuelvo a tocar un mililitro de alcohol? Quiero decir, esta vez de verdad me lo estaba creyendo, y más cuando me toco probar los restos de lasaña reseca que mi querida progenitora había guardado en el frigorífico con tanto amor para mis ahora intolerables fauces. De verdad que hoy no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario